Escribir y volver a escribir de ti hasta que las manos sangren
y perseguir la sombra en el convento,
junto a la calle de los sueños rotos.
Llorar por no encontrarte y de tus pisadas proyectar
una imagen imperfecta.
Verte sonreír en la esquina de las rosas,
sentir la cercanía inexistente y desear,
más que mi bienestar, el tuyo.
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Que el corazón se acelere y la saliva sea un clavo.
Que las palabras no salgan y el aliento falte.
Que el tiempo pare, que la realidad se doble.
Eso es estar a tu lado.
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¡DULCE, DULCE, DULCE!
Dulce es el sufrimiento cuando te veo y me veo...
arrodillado caigo con tu risa...
¡Y qué tu aliento jamás me roce, porque hasta allí habré llegado yo!
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Que mi pecho suene como tambor cuando veo las garrapatas que garabatean tus manos no es, sino, una de las tantas pruebas de mi pertenencia a tu persona, que tan poderosa presencia invoca, que aun en las pequeñas cosas siento el suspiro que logras arrancar de mi corazón.
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Ayer cuando te hablabla quería morir
al no soportar tan cansado mirar.
Ayer cuando te hablaba quería vivir
porque de la naturalidad de un gesto
surgió la esperanza en el persistir.
Así, en la ambivalencia que causa tu presencia,
he de jurar mantenerme, para nunca estropear
tan bella creación.
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Si tal existencia desconocida
acelera el corazón,
¿qué ha de pasar cuando pierda su adjetivo?
¿acaso tal bienestar del alma no es
producto de la belleza misma?
Una a una las imperfecciones se reunieron
en tu rostro
de mármol
y, fundiéndose en una sola,
dieron como resultado lo que eres:
Belleza, en mayúscula, como lo que buscó Platón
y no encontró.
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